Por Julissa Rivera

martes, 12 de abril de 2011


Camino por la ciudad entera.
Buscándola.
Y a donde fuera, el globo naranja
la seguía. Porque sabía el globo
que ella la encontraría.

Luego los árboles se convirtieron
en gigantes y el camino de
asfalto en tierra. Y muros y
edificios dejaron de estar.

Y la ciudad también se fue
y andaban por lo salvaje.

Pero el globo la siguió. Porque
sabía el globo que ella le
ayudaría a encontrarla.

JULISSA RIVERA

De ese hombre como tantos otros que quiso amar a una mujer.


En sus ojos azules veías sólo frialdad. Veías sólo su vida rígida y su rutina estricta. Menos yo. Yo lo conocí. Trabajé en la oficina que era fría y sola. Excepto su despacho. En el que se sentía la calidez de una admiración profunda, y luego tierno cariño, y después de eso un loco amor.
El era joven, ella también. El trabajaba duro, ella sólo vivía. Y venia solo a repartir los panecillos que hacía. Y él se enamoró de ella, de sus ojos, de la música en las ondas de su pelo y de sus manos tan blancas por la harina.
Luego ya no trabajaba. Sólo pensaba en ella. Ya no venía para ocuparse de los asuntos del bufete, solo era este lugar una excusa para verla en punto de las dos de la tarde. Y ya no recibía yo los panecillos , sino el, y le pagaba de su bolsillo, y así una excusa para escuchar su voz.
"Gracias".
Decía, y se iba, pero el se quedaba ahí, parecía que para siempre solo para escucharla.
"Gracias".
Un día terminó más temprano. Y bajó rápido a la calle. Y fue a la esquina. Y la vio. En la panadería, a través del cristal que miraba a la cocina. Vio sus ojos verdes, con la mirada baja y preparando algo. El dijo:
"Es amor".
Pero ella preparaba galletas.
Y se quedó ahí esperándola, solo con un café. Hasta muy noche. Y le dijo todo.
Le dijo del amor, que es profundo. Le dijo de sus labios y que cada vez que la veía olvidaba números y términos, y sus años en la escuela de leyes se reducían a su mirada verde.
Pero ella le dijo...
"Lo siento"
Y se marchó. Y el quedó solo. Pero aún así él no la olvidó. Siguió igual todo. Como un zombi. Y llegaba. Y firmaba papeles y luego pensaba en ella. Y en la sala de juntas, hablaba y luego pensaba en ella. Las firmas en los cheques era ella. El humo del café en la mañana era ella. Y el timbre del teléfono al sonar siempre era ella.
Su cajón estaba lleno de cartas. Cartas con poemas, cartas con promesas y cartas con lagrimas. Cartas que mandaba y le regresaban siempre sin abrir.
¿Cómo explicarle que no le quería, que no le querría nunca? Eso lo destruiría. Aunque ese amor ya lo tuviera destruido.
Y con los años, que son más duros sin amor, él adelgazó, se descuidó y al tiempo se sintió desfallecer al descubrir en sus manos blancas, blancas por la harina, un anillo. Su vida, que era ella, ya no estuvo mas y al tiempo se dejó morir.
En éste mundo existió nunca un hombre que amara tanto como el amó. Tanto que no tubo a dónde ir, se quedó encerrado. Y cuando el amor se queda encerrado se pudre, y se come todo lo demás.
Y así el amor lo mató. Sólo por eso, porque se atrevió a amar.

JULISSA RIVERA